En el curso de la acción destituyente en la que está comprometido
desde su llegada al Gobierno, el PP ha promulgado una ley (mal) llamada
de
“Racionalización y Sostenibilidad de las Administraciones Locales”,
cuyo efecto podría ser la desaparición de este nivel de administración
pública, el más
próximo a la ciudadanía. Presentado como un instrumento de
racionalización y mejora de la eficiencia en el gasto público, su
orientación parecería ir más
en el sentido de entregar el gobierno del territorio a las
corporaciones contratistas de las administraciones públicas (AA PP),
beneficiarias de esta labor
desamortizadora en la que los gobiernos de la derecha continúan la
labor comenzada por los gobiernos liberales durante el siglo XIX. Una
labor que
parecería haber calado mucho más allá de lo que era comprensible
esperar, llegando a impregnar incluso el interior de la izquierda
radical en cuyas filas
se detectan algunos prejuicios jacobinos que debieran ser
desterrados. Conviene para ello una breve mirada retrospectiva sobre la
historia del
municipalismo en España.
Antecedentes históricos: el municipio en la configuración del Estado Moderno
La historiografía oficial de la izquierda ha presentado la historia
del siglo XIX como una lucha entre el naciente régimen liberal, al que
se consideraría
antecedente de la izquierda actual, y el Antiguo Régimen,
identificado con la reacción absolutista en 1814 y 1823, el carlismo, la
Iglesia Católica y las
reminiscencias feudales. Todos ellos habrían sido combatidos por las
“izquierdas” de la época en nombre del Progreso, la creación de un
mercado nacional y
de un Estado moderno que tendría como misión combatir las lacras del
pasado, entre las que se asimila lo mismo a los regímenes de fueros y
privilegios, las
corporaciones y oficios y el régimen de las “manos muertas”. Y en
esta amalgama los municipios son englobados y caracterizados como parte
del Antiguo
Régimen, cuando es lo cierto, al contrario, que su supervivencia
durante más de cuatro siglos resulta ser el resultado de las luchas
contra el feudalismo
guerrerista primero, contra el absolutismo de los reyes de Castilla
después y contra la dinastía de los Habsburgo más tarde, en lo que
algunos consideran
la primera revuelta plebeya de la modernidad con los movimientos de
las Germanías y los Comuneros. La historia de la modernidad en la
Península ibérica se
ha escrito sobre la negación y el ocultamiento de una tradición de
libertades y democracia municipal o, mejor aún, arrasando a sangre y
fuego sus
instituciones como si ello formara parte de la imprescindible marcha
de la historia hacia el progreso. Ninguna inevitabilidad ni destino
fatal exigía la
erosión de las libertades ciudadanas y del sistema de oficios y
corporaciones que albergaba, y que consiguieron un desarrollo sin igual
en ciudades
castellanas del siglo XI, como lograrían después en las repúblicas
italianas. Sobre estos prejuicios ideológicos se construye una
metafísica del Estado en
la que vienen a coincidir desde los ilustrados hasta los pensadores
fascistas, acompañados (hay que decirlo así) por cierta izquierda
marxista invocadora
de una cita de Marx sobre la estupidez de aldea que oponer a la
conciencia proletaria y socialista.
Es este un debate que ha dividido a historiadores y politólogos
–incluso en el campo de la izquierda- entre quienes han visto en el
desarrollo y extensión
del Estado moderno un factor de progreso y modernización, incluso
cuando advertían los tremendos costes sufridos por las clases populares
como tributo de
esa modernización; y los que, al contrario, percibían ese imparable
avance del Estado –asociado al desarrollo del capitalismo al que
suministraba el
entorno institucional indispensable- como la verdadera tragedia de
la modernidad. Y entre estos últimos, frecuentemente desdeñados por los
primeros con el
calificativo de “románticos” cuando no con el de reaccionario, se ha
venido desarrollando la hipótesis de que otra historia era posible y
que la
consecución de los objetivos históricos de la democracia y de la
soberanía popular tenían en las instituciones municipales, antes de su
colonización por
los Estados, un hábitat privilegiado.
Se ha citado como prueba empírica de este aserto la pervivencia de
instituciones que, provenientes del derecho germánico, han aguantado la
presión y la
competencia de los Estados absolutistas, liberal y “social y
democrático de derecho”, mostrando resultados más atrayentes tanto en
términos del acceso al
disfrute de los bienes comunes como en la participación en el
gobierno de los mismos. Los concejos abiertos y su gestión de los
comunes resisten, cierto
que en forma de relictos históricos, la acción devastadora de los
Estados y los propios municipios convertidos en delegaciones estatales.
El Estado liberal, por mal asentado que haya estado y con
incrustaciones evidentes del Antiguo Régimen, ha constituido uno de los
más feroces adversarios
de la autonomía municipal. Por su forma de configurarse y las
peripecias históricas que le han rodeado, el Estado liberal borbónico ha
significado antes
que nada centralización y destrucción de todo vestigio de las
autonomías de las instituciones no estatales. Así, la acción
desamortizadora, que la
historiografía de la izquierda oficial ha presentado como una
política modernizadora y de ruptura con el Antiguo Régimen, ha
constituido en realidad el
fundamento de dos fenómenos históricos y de desarrollo paralelo en
los siglos XIX y XX: la centralización y desarrollo del aparato del
Estado financiado
con los ingresos procedentes de la enajenación de las “manos
muertas” y los “bienes mostrencos”, de un lado; y del otro, la
constitución de una burguesía
terrateniente, con el transcurso del tiempo devenida oligarquía y
asociada con la burguesía financiera, fracción hegemónica del bloque
dominante durante
buena parte del siglo XX.
No es posible detenerse en la discusión de asuntos de tanta
relevancia en nuestra historia y que aún hoy sigue manifestando efectos
claramente
perceptibles. La oligarquía financiera y terrateniente, principal
beneficiaria de la labor centralizadora del Estado del bienestar, ha
sabido movilizar
contra él, cuando sus límites oligárquicos estaban amenazados -como
en la II República-, gran parte del recelo campesino contra el
centralismo estatal. Se
trata de una cuestión compleja que no puede ser despachada de forma
sumaria; baste decir por el momento que por causa de las condiciones
históricas en las
que se ha constituido el Estado moderno es impensable un proyecto de
avance profundo hacia el gobierno democrático de la vida social sin una
enérgica
revigorización de las instituciones de gobierno en el territorio.
En el epígrafe siguiente se analizan algunas de las condiciones mencionadas.
La Administración local en la Constitución del 78 y en la Ley de Bases de Régimen Local
La Constitución de 1978 no ha consagrado el poder democrático de los
ayuntamientos. Acaso por su escasa participación en la lucha
antifranquista, acaso por
el poco interés que presentaba como palanca de la transformación
democrática, los preceptos constitucionales dedicados a ellos no pasan
de reconocerles un
ámbito específico de intereses, su capacidad para gobernarlos y la
obligación de que tal gobierno sea el resultado de la concurrencia
plural entre partidos
políticos. A partir de este acervo constitucional consagrado en los
artículos 137, 140 y 141, la doctrina se ha divido en dos grandes
opciones que de
alguna manera reflejan la contienda histórica acerca de su cometido
en los últimos siglos.
De un lado, mayoritario y hegemónico, quienes les consideran parte
del Estado, integrantes de la estatalidad formada por los tres niveles
de las
administraciones públicas. Del otro, quienes les consideran una de
las formas potenciales de la sociedad civil, la más próxima y cercana,
la que hace
posible, por tanto, el gobierno de lo común por la gente sin ningún
otro título para ello que la condición de ciudadanía.
Es cierto que la Constitución ha atribuido el gobierno de lo local a
corporaciones de carácter representativo (art. 140), ha consagrado su
autonomía para
la gestión de sus propios intereses (art. 137º) y ha concedido la
posibilidad de establecer y exigir tributo de acuerdo con la
Constitución y las Leyes
(art. 133.2º) para garantizar la suficiencia financiera en el
desempeño de sus funciones (art. 142º). Pero todo este cuadro de
atribuciones queda
seriamente determinado por la necesidad de que una Ley (del Estado o
de la CA correspondiente) atribuya competencias a los municipios. Para
decirlo de
forma más directa, para el constituyente de 1978 los poderes locales
no son poderes originarios sino delegados. Es la consecuencia histórica
y la expresión
de un proceso político –en él la transición- operado desde las cimas
del Estado, un proceso en el que el llamado depositario de la soberanía
popular, el
pueblo, aparece solo una vez y de forma simbólica para fundar
litúrgicamente la ficción de la soberanía popular.
Esa ausencia original, déficit de presencia material del pueblo, se
percibe de forma escandalosa en el ámbito local, el de la vida colectiva
por
excelencia. La Constitución no reconoce a las comunidades locales
derecho alguno a dotarse de su organización autónoma, no hay un derecho
sustantivo de
cada municipio a seguir siéndolo (de hecho pueden perderlo por
decisión de las instancias superiores, o sea, la Comunidad Autónoma o el
Estado). El
principio mismo de autonomía proclamado en el art. 137 no se
reconoce como un derecho fundamental, condición para el autogobierno
democrático sin tuteles
ni injerencias externas; tal derecho se reconoce a las
nacionalidades y regiones en el art. 2, no a los municipios. La
consecuencia que es forzoso extraer
es que esta autonomía carece de contenido político fuerte, se trata
de una mera autonomía administrativa como la que se predica de los
Organismos Autónomos
de la Administración del Estado. Los instrumentos para la garantía
institucional de este ámbito de autonomía son meramente reactivos,
instrumentos de
resistencia pasiva frente a la actividad potencialmente supresora de
competencias por parte del Estado o de las CCAA ; en modo alguno pueden
entenderse
garantes de una posición sustantiva en el esquema constitucional de
división de poderes.
Las consecuencias políticas de este marco constitucional eran
previsibles. Los administraciones locales han servido, en alguna medida,
como ámbito de
recluta y encuadramiento del personal político de los partidos
dinásticos, configurando así una especifica antropología política que
caracteriza en buena
medida al régimen del 78. Por esta su función principal este
personal político nunca ha contemplado (con las excepciones que
confirman la regla) al
municipio como un ámbito sustantivo al ejercicio de la política
democrática sino como extensión de los poderes superiores del Estado y
las CC.AA y
aplicación de sus políticas; y, desde luego, como comienzo y
catapulta de carreras políticas personales.
Se han ido conformando así algunos de los rasgos característicos de
estos políticos que siempre “miran hacia arriba”, las habilidades que
han configurado
el perfil del política profesional en nuestro país: las “virtudes”
del halago, la equivocidad y el oportunismo en las posiciones políticas
que se
defienden, la práctica de la conspiración y el enredo para “el
trabajo” en lo que es la principal fuente de poder en el ámbito local de
la política, la
confección de las listas electorales y, de ahí, el hábito del
chalaneo y el intercambio de favores. Si a eso le añadimos la proximidad
de lo que ha sido la
principal industria española desde hace décadas, la promoción
inmobiliaria (pocos son los políticos importantes que no han tenido
relación en su carrera
con este negocio), tenemos el cuadro completo y la fisonomía de la
política local y, por extensión, de la política en España.
Con esa antropología política de los partidos del régimen y en el
contexto de la locura inmobiliaria desatada a raíz de la promulgación de
la Ley del Suelo
de 1978, las condiciones estaban dadas para la proliferación de
múltiples casos de corrupción que tenían el ámbito local como escenario
primero. Este
fenómeno ha sido aprovechado para la construcción de un “sentido
común” del que merecen destacarse dos elementos a cual más perverso.
En primer lugar, ese discurso radicalmente antidemocrático según el
cual la excesiva proximidad de los intereses particulares favorece su
primacía sobre
los generales. Que en las relaciones corruptas entre titulares de
intereses económicos y representantes políticos se facilitan por lo
reducido del ámbito
territorial y la proximidad entre corruptores y corrompidos es algo
que desmienten los mayores escándalos de corrupción actualmente en
proceso judicial. Ha
sido casi la norma en la relación corrupta que el corruptor viniera
avalado por la recomendación de personal o instancias situadas en la
cima de la
jerarquía partidaria o incluso de las instituciones estatales o
autonómicas.
El discurso anterior se complementa con otro para el que todo electo
es potencialmente un corrupto y que la mejor prevención contra la
corrupción es que la
gestión de los asuntos públicos quede en manos de quienes no pueden
ser comprados por intereses particulares… porque ellos mismos son
intereses
particulares. Que el afán de beneficio y su obtención en la
explotación de un servicio público es la mejor garantía contra la
tentación de obtener
beneficio por la gestión pública de una competencia es el mantra de
todos los privatizadores que suelen señalar, además, la pobreza de las
retribuciones
públicas como el origen de las actitudes corruptas.
En los siguientes apartados veremos cómo se ha producido ese empeño
de las competencias locales y cuáles son las salidas de una situación
ciertamente
adversa. Procede cerrar este con la impresión de una contradicción
con visos de antagónica entre el ejercicio efectivo de la ciudadanía y
la democracia en
los ámbitos más próximos a la vida de la gente y los proyectos de
gobernanza en el territorio. Y que esta contradicción tiene su origen en
un marco
constitucional adverso para la democracia local que está siendo
además rebasado por la instauración de un ordenamiento de facto que
pretende desprenderse
incluso de las formas correspondientes a un Estado de Derecho.
José Errejón es Administrador Civil del Estado
De:
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