martes, 13 de enero de 2015

La acción destituyente en el ámbito de la administración local (I)


En el curso de la acción destituyente en la que está comprometido desde su llegada al Gobierno, el PP ha promulgado una ley (mal) llamada de “Racionalización y Sostenibilidad de las Administraciones Locales”, cuyo efecto podría ser la desaparición de este nivel de administración pública, el más próximo a la ciudadanía. Presentado como un instrumento de racionalización y mejora de la eficiencia en el gasto público, su orientación parecería ir más en el sentido de entregar el gobierno del territorio a las corporaciones contratistas de las administraciones públicas (AA PP), beneficiarias de esta labor desamortizadora en la que los gobiernos de la derecha continúan la labor comenzada por los gobiernos liberales durante el siglo XIX. Una labor que parecería haber calado mucho más allá de lo que era comprensible esperar, llegando a impregnar incluso el interior de la izquierda radical en cuyas filas se detectan algunos prejuicios jacobinos que debieran ser desterrados. Conviene para ello una breve mirada retrospectiva sobre la historia del municipalismo en España.

Antecedentes históricos: el municipio en la configuración del Estado Moderno
 
La historiografía oficial de la izquierda ha presentado la historia del siglo XIX como una lucha entre el naciente régimen liberal, al que se consideraría antecedente de la izquierda actual, y el Antiguo Régimen, identificado con la reacción absolutista en 1814 y 1823, el carlismo, la Iglesia Católica y las reminiscencias feudales. Todos ellos habrían sido combatidos por las “izquierdas” de la época en nombre del Progreso, la creación de un mercado nacional y de un Estado moderno que tendría como misión combatir las lacras del pasado, entre las que se asimila lo mismo a los regímenes de fueros y privilegios, las corporaciones y oficios y el régimen de las “manos muertas”. Y en esta amalgama los municipios son englobados y caracterizados como parte del Antiguo Régimen, cuando es lo cierto, al contrario, que su supervivencia durante más de cuatro siglos resulta ser el resultado de las luchas contra el feudalismo guerrerista primero, contra el absolutismo de los reyes de Castilla después y contra la dinastía de los Habsburgo más tarde, en lo que algunos consideran la primera revuelta plebeya de la modernidad con los movimientos de las Germanías y los Comuneros. La historia de la modernidad en la Península ibérica se ha escrito sobre la negación y el ocultamiento de una tradición de libertades y democracia municipal o, mejor aún, arrasando a sangre y fuego sus instituciones como si ello formara parte de la imprescindible marcha de la historia hacia el progreso. Ninguna inevitabilidad ni destino fatal exigía la erosión de las libertades ciudadanas y del sistema de oficios y corporaciones que albergaba, y que consiguieron un desarrollo sin igual en ciudades castellanas del siglo XI, como lograrían después en las repúblicas italianas. Sobre estos prejuicios ideológicos se construye una metafísica del Estado en la que vienen a coincidir desde los ilustrados hasta los pensadores fascistas, acompañados (hay que decirlo así) por cierta izquierda marxista invocadora de una cita de Marx sobre la estupidez de aldea que oponer a la conciencia proletaria y socialista.
Es este un debate que ha dividido a historiadores y politólogos –incluso en el campo de la izquierda- entre quienes han visto en el desarrollo y extensión del Estado moderno un factor de progreso y modernización, incluso cuando advertían los tremendos costes sufridos por las clases populares como tributo de esa modernización; y los que, al contrario, percibían ese imparable avance del Estado –asociado al desarrollo del capitalismo al que suministraba el entorno institucional indispensable- como la verdadera tragedia de la modernidad. Y entre estos últimos, frecuentemente desdeñados por los primeros con el calificativo de “románticos” cuando no con el de reaccionario, se ha venido desarrollando la hipótesis de que otra historia era posible y que la consecución de los objetivos históricos de la democracia y de la soberanía popular tenían en las instituciones municipales, antes de su colonización por los Estados, un hábitat privilegiado.
Se ha citado como prueba empírica de este aserto la pervivencia de instituciones que, provenientes del derecho germánico, han aguantado la presión y la competencia de los Estados absolutistas, liberal y “social y democrático de derecho”, mostrando resultados más atrayentes tanto en términos del acceso al disfrute de los bienes comunes como en la participación en el gobierno de los mismos. Los concejos abiertos y su gestión de los comunes resisten, cierto que en forma de relictos históricos, la acción devastadora de los Estados y los propios municipios convertidos en delegaciones estatales.
El Estado liberal, por mal asentado que haya estado y con incrustaciones evidentes del Antiguo Régimen, ha constituido uno de los más feroces adversarios de la autonomía municipal. Por su forma de configurarse y las peripecias históricas que le han rodeado, el Estado liberal borbónico ha significado antes que nada centralización y destrucción de todo vestigio de las autonomías de las instituciones no estatales. Así, la acción desamortizadora, que la historiografía de la izquierda oficial ha presentado como una política modernizadora y de ruptura con el Antiguo Régimen, ha constituido en realidad el fundamento de dos fenómenos históricos y de desarrollo paralelo en los siglos XIX y XX: la centralización y desarrollo del aparato del Estado financiado con los ingresos procedentes de la enajenación de las “manos muertas” y los “bienes mostrencos”, de un lado; y del otro, la constitución de una burguesía terrateniente, con el transcurso del tiempo devenida oligarquía y asociada con la burguesía financiera, fracción hegemónica del bloque dominante durante buena parte del siglo XX.
No es posible detenerse en la discusión de asuntos de tanta relevancia en nuestra historia y que aún hoy sigue manifestando efectos claramente perceptibles. La oligarquía financiera y terrateniente, principal beneficiaria de la labor centralizadora del Estado del bienestar, ha sabido movilizar contra él, cuando sus límites oligárquicos estaban amenazados -como en la II República-, gran parte del recelo campesino contra el centralismo estatal. Se trata de una cuestión compleja que no puede ser despachada de forma sumaria; baste decir por el momento que por causa de las condiciones históricas en las que se ha constituido el Estado moderno es impensable un proyecto de avance profundo hacia el gobierno democrático de la vida social sin una enérgica revigorización de las instituciones de gobierno en el territorio.
En el epígrafe siguiente se analizan algunas de las condiciones mencionadas.
La Administración local en la Constitución del 78 y en la Ley de Bases de Régimen Local
La Constitución de 1978 no ha consagrado el poder democrático de los ayuntamientos. Acaso por su escasa participación en la lucha antifranquista, acaso por el poco interés que presentaba como palanca de la transformación democrática, los preceptos constitucionales dedicados a ellos no pasan de reconocerles un ámbito específico de intereses, su capacidad para gobernarlos y la obligación de que tal gobierno sea el resultado de la concurrencia plural entre partidos políticos. A partir de este acervo constitucional consagrado en los artículos 137, 140 y 141, la doctrina se ha divido en dos grandes opciones que de alguna manera reflejan la contienda histórica acerca de su cometido en los últimos siglos.
De un lado, mayoritario y hegemónico, quienes les consideran parte del Estado, integrantes de la estatalidad formada por los tres niveles de las administraciones públicas. Del otro, quienes les consideran una de las formas potenciales de la sociedad civil, la más próxima y cercana, la que hace posible, por tanto, el gobierno de lo común por la gente sin ningún otro título para ello que la condición de ciudadanía.
Es cierto que la Constitución ha atribuido el gobierno de lo local a corporaciones de carácter representativo (art. 140), ha consagrado su autonomía para la gestión de sus propios intereses (art. 137º) y ha concedido la posibilidad de establecer y exigir tributo de acuerdo con la Constitución y las Leyes (art. 133.2º) para garantizar la suficiencia financiera en el desempeño de sus funciones (art. 142º). Pero todo este cuadro de atribuciones queda seriamente determinado por la necesidad de que una Ley (del Estado o de la CA correspondiente) atribuya competencias a los municipios. Para decirlo de forma más directa, para el constituyente de 1978 los poderes locales no son poderes originarios sino delegados. Es la consecuencia histórica y la expresión de un proceso político –en él la transición- operado desde las cimas del Estado, un proceso en el que el llamado depositario de la soberanía popular, el pueblo, aparece solo una vez y de forma simbólica para fundar litúrgicamente la ficción de la soberanía popular.
Esa ausencia original, déficit de presencia material del pueblo, se percibe de forma escandalosa en el ámbito local, el de la vida colectiva por excelencia. La Constitución no reconoce a las comunidades locales derecho alguno a dotarse de su organización autónoma, no hay un derecho sustantivo de cada municipio a seguir siéndolo (de hecho pueden perderlo por decisión de las instancias superiores, o sea, la Comunidad Autónoma o el Estado). El principio mismo de autonomía proclamado en el art. 137 no se reconoce como un derecho fundamental, condición para el autogobierno democrático sin tuteles ni injerencias externas; tal derecho se reconoce a las nacionalidades y regiones en el art. 2, no a los municipios. La consecuencia que es forzoso extraer es que esta autonomía carece de contenido político fuerte, se trata de una mera autonomía administrativa como la que se predica de los Organismos Autónomos de la Administración del Estado. Los instrumentos para la garantía institucional de este ámbito de autonomía son meramente reactivos, instrumentos de resistencia pasiva frente a la actividad potencialmente supresora de competencias por parte del Estado o de las CCAA ; en modo alguno pueden entenderse garantes de una posición sustantiva en el esquema constitucional de división de poderes.
Las consecuencias políticas de este marco constitucional eran previsibles. Los administraciones locales han servido, en alguna medida, como ámbito de recluta y encuadramiento del personal político de los partidos dinásticos, configurando así una especifica antropología política que caracteriza en buena medida al régimen del 78. Por esta su función principal este personal político nunca ha contemplado (con las excepciones que confirman la regla) al municipio como un ámbito sustantivo al ejercicio de la política democrática sino como extensión de los poderes superiores del Estado y las CC.AA y aplicación de sus políticas; y, desde luego, como comienzo y catapulta de carreras políticas personales.
Se han ido conformando así algunos de los rasgos característicos de estos políticos que siempre “miran hacia arriba”, las habilidades que han configurado el perfil del política profesional en nuestro país: las “virtudes” del halago, la equivocidad y el oportunismo en las posiciones políticas que se defienden, la práctica de la conspiración y el enredo para “el trabajo” en lo que es la principal fuente de poder en el ámbito local de la política, la confección de las listas electorales y, de ahí, el hábito del chalaneo y el intercambio de favores. Si a eso le añadimos la proximidad de lo que ha sido la principal industria española desde hace décadas, la promoción inmobiliaria (pocos son los políticos importantes que no han tenido relación en su carrera con este negocio), tenemos el cuadro completo y la fisonomía de la política local y, por extensión, de la política en España.
Con esa antropología política de los partidos del régimen y en el contexto de la locura inmobiliaria desatada a raíz de la promulgación de la Ley del Suelo de 1978, las condiciones estaban dadas para la proliferación de múltiples casos de corrupción que tenían el ámbito local como escenario primero. Este fenómeno ha sido aprovechado para la construcción de un “sentido común” del que merecen destacarse dos elementos a cual más perverso.
En primer lugar, ese discurso radicalmente antidemocrático según el cual la excesiva proximidad de los intereses particulares favorece su primacía sobre los generales. Que en las relaciones corruptas entre titulares de intereses económicos y representantes políticos se facilitan por lo reducido del ámbito territorial y la proximidad entre corruptores y corrompidos es algo que desmienten los mayores escándalos de corrupción actualmente en proceso judicial. Ha sido casi la norma en la relación corrupta que el corruptor viniera avalado por la recomendación de personal o instancias situadas en la cima de la jerarquía partidaria o incluso de las instituciones estatales o autonómicas.
El discurso anterior se complementa con otro para el que todo electo es potencialmente un corrupto y que la mejor prevención contra la corrupción es que la gestión de los asuntos públicos quede en manos de quienes no pueden ser comprados por intereses particulares… porque ellos mismos son intereses particulares. Que el afán de beneficio y su obtención en la explotación de un servicio público es la mejor garantía contra la tentación de obtener beneficio por la gestión pública de una competencia es el mantra de todos los privatizadores que suelen señalar, además, la pobreza de las retribuciones públicas como el origen de las actitudes corruptas.
En los siguientes apartados veremos cómo se ha producido ese empeño de las competencias locales y cuáles son las salidas de una situación ciertamente adversa. Procede cerrar este con la impresión de una contradicción con visos de antagónica entre el ejercicio efectivo de la ciudadanía y la democracia en los ámbitos más próximos a la vida de la gente y los proyectos de gobernanza en el territorio. Y que esta contradicción tiene su origen en un marco constitucional adverso para la democracia local que está siendo además rebasado por la instauración de un ordenamiento de facto que pretende desprenderse incluso de las formas correspondientes a un Estado de Derecho.

José Errejón es Administrador Civil del Estado

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