Los
virus son simplemente moléculas que se preocupan únicamente de
reproducirse en gran manera y lo más rápido posible. Lo que nos
distingue a los seres vivos de dichos virus es una función de
relación: necesitamos una sociedad en la cual participar y
compartir. Ahora bien, si subimos en la escala biológica,
encontramos que la diferencia entre una plaga y nosotros los humanos
está ligada a una función de arraigo: cuidar de un país que nos
protege como individuos.
Los
virus acompañan al hombre desde sus comienzos como homo sapiens.
Comencemos con una leyenda narrada por Walter
Ledermann:
Hace
unos veinte mil años, un hechicero cro-magnon regresaba de un retiro
de tres días en el monte, donde había estado recolectando yerbas
mágicas, cuando le informaron que uno de los hombres había llegado
enfermo después de una larga jornada. Seguro de su poder curativo
-la ignorancia hace audaces a los médicos- se recubrió con su
vestimenta de venado y fue a verlo. Apartó el cuero que tapaba la
entrada de la caverna e iluminó al enfermo con su antorcha. De
inmediato dio un respingo, retrocedió espantado, ordenó levantar el
campamento y huir hacia un incierto fin en medio de la noche. En la
pustulosa cara del enfermo había reconocido la viruela -o alguna
peste similar de la época- cuya horrorosa imagen había recibido a
través de los relatos sucesivos de su padre y de su abuelo, y sabía
que la muerte era inevitable.
Esta
ha sido siempre la primera humana reacción a las terribles
pandemias: pánico. Un miedo súbito, extraordinario, que oscurece la
razón. Al pánico sigue la huida, como consecuencia ineludible.