Nazaret Castro / Laura Villadiego
“Las
tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el Nuevo
Mundo…”. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina
No
es ninguna novedad que cortar caña de azúcar es uno de los trabajos más
duros que existen. Ya era así en tiempos de la colonización americana,
cuando los barcos negreros trasladaban al trópico americano la mano de
obra de las plantaciones. Siglos después, hay cosas que no han cambiado
tanto: en la América Latina de hoy, “el latifundio multiplica los
hambrientos pero no los panes”, como escribió Maza Zavala hace cuarenta
años.
En Brasil, el mayor productor de azúcar del mundo, la industria azucarera lleva desde los años 70 anunciando la mecanización del sector; sin embargo, desde entonces la mano de obra no ha hecho más que abaratarse, desincentivando a las empresas a llevar a cabo esa inversión. En ese país, como en la mayoría de las plantaciones del planeta, el pago es por peso recogido, lo que obliga a extenuantes jornadas de trabajo por un sueldo de miseria, que a menudo no sobrepasa el salario mínimo (poco más de 200 euros al mes).
Algunas estimaciones calculan que, para cortar una media de 12 toneladas de caña por día, el trabajador ha de caminar ocho kilómetros, dar 130.000 golpes de poda y perder ocho litros de agua. No extraña entonces que, en muchos casos, los cortadores consuman drogas, como crack y marihuana, para aliviar sus jornadas. Tampoco sorprende que, a los pocos años de trabajar en las plantaciones, desarrollen enfermedades por la dureza del trabajo, la exposición a agrotóxicos y quemas y las nefastas condiciones de higiene y seguridad laboral.
Campesinos desahuciados
En la otra esquina del mundo, en Tailandia, el segundo exportador mundial de caña de azúcar, la realidad no es muy distinta: jornadas de trabajo extenuantes se cobran, en función del peso recogido, a entre 2,5 y 7,5 euros al cambio. Aquí, a menudo se utilizan inmigrantes ilegales, venidos principalmente de Birmania: su vulnerabilidad los hace más dúctiles.
En la vecina Camboya, el auge de la exportación azucarera ha significado un aumento de los cultivos y, con ello, un acaparamiento de tierras que ha supuesto el desahucio de cientos de familias campesinas. Varias ONG señalan como culpable al Everything but Arms (Todo excepto armas), un acuerdo comercial preferencial firmado entre Camboya y la Unión Europea que permite exenciones de impuestos a las exportaciones camboyanas; el supuesto objetivo es contribuir al crecimiento económico del país asiático, pero el acuerdo está provocando tales violaciones de los derechos humanos que el propio Parlamento Europeo ha solicitado una investigación sobre las consecuencias del tratado en Camboya.
La localidad de Srae Ambel, en el sur del país, es un triste ejemplo. Allí, el gobierno camboyano otorgó a una compañía tailandesa la explotación de tierras donde hasta ese momento subsistían cientos de familias de pequeños campesinos. Desprovistos de su fuente de alimento, muchos de ellos se ven obligados a pedir trabajo en los cañaverales. “El trabajo es muy duro: apenas puedo hacerlo más de tres días seguidos”, asegura Chea Cheat, un robusto hombre de 38 años que cobra unos 5 dólares diarios si trabaja de sol a sol a pleno rendimiento. Hasta ahora, en esas mismas tierras, Chea Cheat cultivaba arroz; hoy carga tallos de caña unos quince días al mes, los que soporta, y se busca otros trabajos para redondear un sueldo de subsistencia.
Chea Cheat es la excepción, pues la compañía prefiere contratar jornaleros de otras zonas del país por miedo al resentimiento de los locales. Los campos están vallados y sus entradas, vigiladas. “Sabemos que los trabajadores viven en condiciones de semi-esclavitud. Los reclutan en las zonas rurales de todo el país y se les impide salir de las plantaciones”, asegura Mathieu Pellerin, investigador de la ONG local de derechos humanos LICADHO. También ha habido indicios de trabajo infantil dentro de los campos. De hecho, 13 países en el mundo emplean mano de obra infantil en las plantaciones, según una investigación del Departamento de Trabajo de los Estados Unidos.
El daño medioambiental
Camboya y Brasil son sólo algunos ejemplos. 130 países en el mundo producen azúcar, y a lo largo y ancho del planeta se repiten las pésimas condiciones laborales de los jornaleros y las expropiaciones forzosas de tierras. Además de los efectos sociales, la caña de azúcar implica devastadoras consecuencias medioambientales, desde la deforestación al uso intensivo de pesticidas –en Brasil, los cañaverales suponen el 13% de los pesticidas que se utilizan en el país-, pasando por las tóxicas quemas de caña. Y apenas aludimos al primer paso de la cadena productiva; al azúcar aún le queda un largo camino para llegar hasta nuestro café o nuestros postres: refinado, transporte, envasado, distribución y marketing.
La pregunta es, ¿no hay una manera menos dañina, ambiental y socialmente, de producir azúcar? Obviamente, sí; pero dejaría menos márgenes de beneficios a los oligarcas productores y distribuidores. Desde el proyecto de consumo responsable Carro de Combate creemos que el cambio comienza por la concienciación sobre el problema, para buscar juntos soluciones que nos hagan el azúcar un poco menos amargo. Por eso buscamos financiación a través de una campaña de micromecenazgo para realizar una investigación en profundidad sobre la cadena productiva del azúcar. Porque, cada vez más, el consumo es un acto político.
Nazaret Castro es corresponsal en América Latina y Laura Villadiego, en el Sureste asiático. Ambas fundaron el blog sobre consumo responsable Carro de Combate.
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